México
En Toluca, donde el poder aún se viste de cantera y nostalgia, la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMex) se ha convertido, una vez más, en el escenario de una obra predecible, donde lo académico se diluye entre pactos y viejas costumbres. La protagonista: Patricia Zarza, figura impecable en lo superficial, ausente en lo esencial. Su candidatura al rectorado no nace del mérito ni de la comunidad, sino del mandato silencioso de quienes siguen creyendo que la universidad es su herencia particular.
Detrás del telón, los mismos nombres de siempre. Raymundo Martínez Carbajal, exalcalde hoy procesado, sigue moviendo piezas desde la penumbra judicial. Y Jorge Olvera García, el rector perpetuo, busca eternizar su influencia ahora bajo el manto de una magistratura. Ambos entienden que el poder real no está en la administración pública, sino en controlar una institución que imprime títulos, contratos, y silencios.
Zarza no habla, no confronta, no inspira. Está porque fue elegida para no molestar. Su función es clara: garantizar la continuidad del statu quo. En una universidad que debiera ser semillero de pensamiento crítico y libertad, su figura representa lo contrario: el acomodo, la obediencia, la neutralidad estratégica. El PRI, en su versión más ortodoxa, necesita eso: una administradora sumisa, no una rectora con proyecto.
La UAEMex no vive una contienda de ideas, sino un secuestro discreto. Las decisiones importantes no se discuten en los consejos académicos, sino en oficinas alfombradas con café caro y promesas de impunidad. El rectorado, lejos de ser un espacio de liderazgo intelectual, se ha convertido en una oficina de trámites para intereses externos.
Y mientras tanto, la comunidad universitaria —esa masa viva de estudiantes, docentes y trabajadores— observa. Algunos, con resignación. Otros, con rabia callada. Ven cómo las aulas se llenan de discursos vacíos y cómo la autonomía universitaria se trueca por complicidad institucional.
Pero ninguna estructura es eterna. A veces, basta una chispa para que lo que parecía inamovible comience a resquebrajarse. Quizás esta vez, el hartazgo acumulado se transforme en voz. Porque la verdadera revolución en una universidad no comienza con pancartas, sino con conciencia. Y cuando esa conciencia despierta, el simulacro se cae.
Fuente: Redes