México ha forjado un sistema jurídico que, al menos en teoría, protege al ciudadano ante los atropellos del poder. El juicio de amparo fue concebido como una conquista del Estado de Derecho, una garantía de que ninguna autoridad podría pasar por encima de los derechos fundamentales. Sin embargo, en los laberintos del sistema judicial, hay quienes han aprendido a usar esta herramienta no para protegerse del abuso… sino para protegerse de la verdad.
Una mujer con vasta formación legal, con el título de Doctora en Derecho y aspirante a ocupar la Rectoría 2025 de la UAEMEX, ha hecho del amparo su bandera. Bajo el argumento de que sus derechos han sido vulnerados por participar en la contienda universitaria, ha recurrido al juicio de amparo como tabla de salvación jurídica. Pero en paralelo —y fuera del foco público— existen otros amparos que han sido manejados con sigilo, casi como piezas estratégicas de un ajedrez judicial que se juega tras bambalinas.
El problema no es usar la ley. El problema es usarla a conveniencia, aplicarla selectivamente, invocar derechos cuando conviene y silenciar procesos cuando estorban. Esa sombra que protege también oscurece. Lo que debería ser un ejercicio de transparencia y legalidad se vuelve una operación opaca, donde los intereses personales se disfrazan de causa institucional.
¿Es válido defenderse? Por supuesto. ¿Es legítimo cuestionar los procesos cuando se sienten vulnerados? Siempre. Pero cuando la defensa se convierte en arma, cuando la legalidad se manipula como estrategia de poder, el discurso pierde fuerza y la ética se desvanece.
Hoy, en la antesala de la sucesión universitaria, se alza una figura conocida en los pasillos jurídicos como La Señora de los Amparos. No por su lucha contra la injusticia, sino por su habilidad para cubrirse, moverse y blindarse detrás del entramado legal que conoce tan bien. Una figura que ha hecho del amparo no un derecho ciudadano, sino una fórmula de autoprotección… incluso de aquello que no quiere que se sepa.